lunes, 18 de enero de 2010

Y el 7 de noviembre nació Fran

Cuatro días después de la fecha fijada por el ginecólogo, nació Fran. Y salió al mundo empujado y obligado, porque él no consideraba que hubiese llegado su momento.
Yo nací a los 8 meses de gestación, mi hermana se adelantó 2 semanas, mi madre y mis tíos también nacieron antes de la fecha que les correspondía; así que la abuela de la criatura se empeñó en que yo heredaría de su familia los partos rápidos y antes de la fecha de término. Tanto lo repitió que yo me lo creí, de modo que desde la primera visita a monitores, tres semanas antes del 7 de noviembre, cada vez que íbamos al hospital cargábamos en el maletero la bolsa con la ropita del niño, la mochila con mis cosas y el kit de extracción de células madre del cordón umbilical. Sin embargo, hay que decir que el ginecólogo siempre se conchondeó -literalmente- de mí cada vez que le decía que yo creía que nacería antes de la fecha. Así que allá íbamos los dos, ilusionados, espectantes, entudiasmados, pensando que nos quedaríamos allí porque yo tendría contracciones (aunque no las notase) y 2 ó 3 centímetros de dilatación. Ilusos.
La última visita a monitores la hicimos el 4 de noviembre. Viendo lo verde lechuga que yo estaba, el ginecólogo decidió esperar una semana más, nos citó para el día 11, si el niño no nacía antes, nacería ese día. En la puerta del hospital nos despedimos:
- Bueno, pareja, hasta el miércoles 11.
- ¿Quién sabe? Quizás nos veamos antes. Puedo ponerme antes de parto...
- Lo dudo mucho, pero ¿quién sabe?
Y mi chico, la bolsa del niño, la mochila de mis cosas, el kit de extracción y yo, nos volvimos a casa dejando nuestro gozo en un pozo.
Tengo que decir que desde la primera visita al ginecólogo congeniamos muy bien. Es un chico de mi edad (cosa que al principio da un poco de corte) un poquito friki. Dos tercios de los 45 ó 60 minutos que habitualmente duraban las visitas a su consulta los pasábamos hablando de cosas totalmente ajenas al embarazo: coches, ordenadores, educación, política, sus hijos, su mujer...
El 6 de noviembre decidí dar un paseo por la tarde, y mi bombo y yo fuimos a casa de mis padres. La verdad es que ya estaba hasta las mismas narices de esa barrigota y de los dolorcitos que me daban cada vez que me ponía a andar. Llegué a las siete de la tarde y encontré a mis padres viendo la tele. Me llamó por teléfono una amiga medio bruja que tengo y tocaron al timbre; eran mi tía Paquita , mi abuelo y mi prima Paloma. Bueno, pues justo en ese momento, en la entrada de mi casa, con el teléfono en la oreja y toda mi familia alrededor, rompí aguas (cuál película española de los 70). Y comenzó la locura_
Todas las mujeres de la casa decidieron que tenían que entrar conmigo al baño. Allí estaba yo sentada en la taza del water rodeada de mi madre, mi tía y mi prima completamente nerviosas. Yo no tenía ningún dolor y tampoco, inexplicablemente, ningunos nervios. Mi madre decidió que el pantalón del pijama, que llevaba con las botas, quedaba fantástico y, mientras tanto, mi padre avisaba por teléfono a mi chico que no daba crédito a lo que le estaban contando. Lo esperamos, metimos al coche la bolsa, la mochila, el kit y a mi madre y nos fuimos al hospital. Allá íbamos la familia Potato (lo que no nos pasa ahora, nos pasará en un rato), hablando por teléfono con el ginecólogo que dejó claro que, tal y como me había visto dos días antes y ante la ausencia de dolores, yo no estaba de parto.
Nos atendió una matrona que, tras examinarme y echarle la bronca a mi madre por quererse quedar a pasar la noche en el hospital, llamó al ginecólogo para decirle que no tenía ni un solo centímetro de dilatación y ni una contracción. De modo que decidieron dejarme toda la noche ingresada, con un goteo de antibiótico para evitar infecciones, para ver si me ponía de parto de forma natural.
La noche fue horrible: mi madre y mi chico estuvieron discutiendo durante más de una hora quién dormía en la cama y quién lo hacía en el sillón; mi madre no paró de roncar en toda la noche, Fran (padre) no paró de moverse en el ruidoso sillón de escai y yo no paré de hacer excursiones al aseo porque ese antibiótico me hacía sentir como si mi estómago estuviese en un parque de atracciones.
Por la mañana llegó el ginecólogo: un centímetro y medio de dilatación. Nada. Estuvimos hablando de las opciones posibles: un inducción o una cesárea. No se podía esperar más, ya llevaba muchas horas con la bolsa rota. Lo normal hubiera sido escoger una inducción, pero yo tengo una miopía muy alta. Las personas con altas miopías suelen tener lesiones en la retina y el esfuerzo de los pujos puede llevar consigo un desprendimiento de retina. Yo había consultado a mi oftalmólogo y me había dicho que tengo una retina perfecta, pero el ginecólogo consideraba que, para evitar cualquier tipo de riesgo, mi parto debía ser un parto con poco esfuerzo, un parto natural al que llegase descansadita y en el que bastase con dos empujones fuertes, un parto en el que cabía la posibilidad de utilizar palas. Provocar el parto habría hecho que éste llegase, como mínimo en 10 horas, y a mi ginecólogo no le pareció lo más conveniente: estaría muy agotada cuando llegase el momento y, además, ya eran demasiadas horas con la bolsa rota, lo que aumentaba el riesgo de infección. De modo que cesárea.
Enseguida llegó Fran, yo lo vi pequeñito y gordito, aunque todos me decían que era un bebé muy grande. Pesó tres quilos y medio. Salió llorando y estuvo llorando durante más de media hora. A él lo subieron primero a la habitación. Lo esperaban todos y el muchacho llegó llorando sin parar. Estuvo gritando hasta que yo llegué y oyó mi voz (esto lo cuento con mucho orgullo).
Todo fue muy bien, pero me faltó un trámite. Me faltó un paso. Me faltó parir. Ahora cuento esto y ya no lloro, pero durante las primeras semanas era algo que no paraba de rondarme la cabeza y el corazón. Siempre supe que existían muchas posibilidades de que Fran naciera por cesárea y, aunque cuando pensaba en contracciones prefería la cesárea al parto, todos hicimos lo posible para que fuera un parto natural. Para mí fue todo muy raro. Yo estaba tumbada y tan solo veía una sábana verde (y dando gracias, si el ginecólogo no me hubiera dejado entrar con gafas, no hubiera visto ni eso), escuchaba como hablaban entre ellos, gastaban bromas... Notaba los empujones que me daban en las costillas. De vez en cuando miraba un reloj que tenía a mi izquierda o la pared gris de mi derecha. Yo creía estar consciente de todo y con un control absoluto de mi cabeza y mis emociones, pero no era así. Cuando me mostraron a Fran no fui capaz de emocionarme, no fue un momento especial. Me perdí la alegría de que me lo pusiesen en el pecho. Me perdí la emoción en la cara de mi marido al ver por primera vez a su hijo. Me perdí la recompensa al esfuerzo ilusionado de estar trayendo al mundo a un hijo. Me perdí el parto.
La emoción por ser madre de una cosita tan preciosa llegó después. Ya en la habitación y pasado un tiempo (no sabría decir cuánto, pero no demasiado) dejaron a Fran en mis brazos, entonces le di el pecho por primera vez. En ese momento sentí que ese ser tan pequeñito y fragil era mi hijo. Recuerdo que miré a mi marido sin decir una palabra y que, en ese momento, decidí que quería dar pecho a mi hijo. Ese contacto fue el que acabó sustituyendo al trámite que la naturaleza puso y yo me salté. Ahora, dos meses y pico después, sigo amamantando a mi hijo, y cada vez que lo hago lo siento como algo mío. Reafirmo el sentimiento de que es fruto del amor y del deseo de estar juntos y formar una familia de su padre y mío.

Bueno, me seco la lagrimilla y paro aquí. Supongo que para las mujeres lo de contar su parto es como para los hombres narrar sus batallitas de la mili.

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