jueves, 28 de enero de 2010

La media naranja


Os propongo una lectura. Se trata de una columna que apareció publicada el 30 de mayo de 2001 en el Diario de Cádiz:

La media naranja, José Antonio Hernández Guerrero

“La media naranja”, esa imagen metafórica tan tópica que todos usamos para referirnos al cónyuge, constituye, en mi opinión, un error de interpretación y, lo que es más grave, una concepción de la pareja seriamente peligrosa. Aunque es cierto que algunas mujeres y hombres buscan y encuentran un consorte que complete sus carencias, compense sus deficiencias, corrija sus defectos y solucione sus problemas; aunque es frecuente que se explique la unión matrimonial como una fórmula para nivelar los desequilibrios psicológicos, culturales y hasta económicos, también es verdad que la experiencia nos demuestra que esta receta compensadora aboca, en muchas ocasiones, a la frustración personal y al fracaso familiar.
No ponemos en duda que el ser humano es esencialmente imperfecto, indigente, incompleto, defectuoso y necesitado. Estamos de acuerdo en que, para “realizarnos”, para llegar a ser nosotros mismos, requerimos la ayuda de los demás, pero opinamos que esta colaboración, más que a remediar nuestras carencias o a aliviar nuestras dolencias, ha de contribuir a que cada uno despliegue todas sus facultades, supere por sí solo sus dificultades, alcance sus metas y logre su peculiar plenitud.
Como suele repetir Antonio Gala, “los seres humanos —cada ser humano—, hombre o mujer, joven o anciano, soltero o casado, no somos seres mutilados, sino que somos o debemos llegar a ser unos proyectos completos y unas obras acabadas”. Cada uno de nosotros encierra en lo más profundo de sus entrañas un diseño propio y un plan diferente que, con la ayuda de todos los demás acompañantes y compañeros, ha de desarrollar y cumplir. El proyecto común de cualquier tipo de personas —sobre todo de las que integran la unidad familiar— vale sólo en la medida en la que sirve para facilitar que cada uno de los miembros identifique y construya su modelo singular; para que viva su vida y para que logre su bienestar. Los cónyuges no somos medias naranjas, somos ... naranjas enteras.

Todas las universidades realizan cada año pruebas de acceso para mayores de 25 años, este texto formó parte del examen de Comentario de Texto que la Universidad de Alicante puso en el año 2001.
Llevo unos años preparando a personas que deciden entrar a la universidad "a destiempo" y, desde que descubrí este texto, lo comento cada curso en clase, porque nunca dejará de sorprenderme lo diferente que es el concepto de pareja que cada uno tiene.
Mis alumnos no son adolescentes sin experiencia en el amor. Son personas adultas, sensatas, responsables, exigentes con ellas mismas y con la experiencia que da la vida en las cuestiones de amor, pero también de desamor.
Me he encontrado en clase al romántico que lleva toda la vida con la misma pareja a la que considera su media naranja y sin la que se cree imposible de seguir adelante. Pero también con el que cree que si no está bien consigo mismo difícilmente lo podrá estar con su pareja.
Recuerdo con especial cariño a Juanra leyendo ante sus compañeros su opinión sobre el texto, defendiendo que, aunque su vida amorosa había sido muy azarosa y no tan estable como le hubiera gustado, no dejaría nunca de buscar a esa persona que le completase, que le diera la posibilidad de sentirse totalmente feliz. Aceptaba que lo primero era sentirse un ser completo de forma individual, pero asumía que él nunca se sentiría completo sin una persona que lo quisiese de verdad durmiendo a su lado.
Yo no tengo una opinión tan romántica al respecto y me identifico más con las palabras de José Antonio Hernández. Yo aspiro a ser una naranja entera cuyos gajos rebosen un dulce y refrescante jugo. Pero ese zumo solo puede saber a ambrosía cuando cada gajo se ha enriquecido con el cariño de la familia, con la fidelidad de los amigos, con el amor infinito hacia los hijos, con la alegría de los buenos momentos de la vida, con el sentimiento de no estar sólo ante las dificultades, con el placer del sexo, con el apoyo incondicionalde una pareja a la que amas, con tus deseos cumplidos... Yo quiero ser esa naranja gorda y rebosante de salud. Una naranja a la que nadie exprima, porque bajo su dura piel se esconde la más madura y sabrosa de las frutas.
Creo que eso es lo mejor que puedo ofrecer a la persona que quiero: ofrecerme como un ser pleno que, si decide amar a alguien, es porque realmente quiere hacerlo, sin dobleces, sin más intereses que los de enriquecer con mi amor el delicado zumo de la naranja que elijo como pareja.

martes, 19 de enero de 2010

Andorra en verano.

Cuando pensamos en viajar a Andorra, nunca lo hacemos en verano. Relacionamos automáticamente Andorra e invierno, Andorra y nieve. Pero lo cierto es que este pequeño principado nos ofrece muchas posibilidades de diversión en verano.
Hace unos años decidimos pasar allí una semanita. No teníamos muy claro dónde ir, pero sí teníamos clarísimo que no nos queríamos gastar demasiado dinero y Andorra en verano es muy, muy, muy barato. No recuerdo cuánto dinero nos costó, pero sí os puedo decir que la reserva la tramitó una agencia de viajes y que nos alojamos en un hotel de cuatro estrellas en régimen de media pensión en pleno centro de Andorra la Vella. En la agencia nos ofrecieron packs de multiaventura, por un poquito más tenías la opción de hacer escalada, rafting, descenso de barrancos, vías ferratas... Nosotros, que queríamos más un viaje de relax que cualquier otra cosa, escogimos uno en el que la única aventura que entraba era la utilización de los telesillas y telecabinas de un par de estaciones de esquí. Decidimos que, si nos entraba el espíritu aventurero, allí buscaríamos qué hacer.
El viaje en coche fue precioso, una vez que pasas los secarrales levantinos y vas acercándote a los Pirineos el paisaje te regala estampas maravillosas. El paisaje de Andorra es precioso, nosotros disfrutamos caminando por la montaña, sentándonos a descansar a la sombra de los árboles que rodeaban a un río, visitando las pequeñas iglesias románicas que se conservan muy bien, fotografiándonos en los puentes de piedra, parando el coche en medio de la carretera para dejar pasar a las vacas... En definitiva, visitando las estaciones de esquí sin otra pretensión más que la de disfrutar de la naturaleza.
Pero hay una cosa que no se debe olvidar cuando uno está en la montaña: la cercanía del sol. Nosotros, acostumbrados a los cuarenta grados del verano alicantino, estábamos encantado con ese vientecillo frío que nos obligaba a ponernos una chaqueta. Recuerdo un día en el que visitamos unos lagos. Nos fuimos con la mochila cargada de bocatas para pasar el día allí. Lo acabamos en una farmacia, completamente quemados por el sol, comprando un after sun. Aquella fue la noche más romántica de mi vida: los dos tumbados en la cama, desnudos y cubiertos con toallas húmedas que enfriábamos en la nevera del minibar.
Mientras las chicas nos fuimos de compras -Andorra ofrece muchísimas posibilidades en ese sentido- los chicos decidieron hacer algo distinto. De modo que alquilaron unas bicicletas de montaña y se pasaron la mañana bajando con ellas las pistas de esquí. Llegaron al hotel agotados y asustados por lo que se consideraban allí "pistas fáciles". Eso nos hizo plantearnos que, quizás, la idea que se nos había ocurrido, hacer un descenso de barrancos, no era demasiado buena. Así que decidimos satisfacer nuestro deseo de aventura con una ruta en quad. Estuvo muy bien, porque las vistas del paisaje que ofrecían los lugares por los que pasábamos eran increíbles. Lo único negativo que puedo contar, y no es ninguna minucia, es que allí todos sabían conducir aquello menos nosotros, nos dejaron los últimos y casi nos despeñamos montaña abajo... dejémoslo ahí.
Andorra la Vella es una ciudad pequeñita, pero llena de tiendas y de bares. No se puede decir que tenga mucho ambiente nocturno, o por lo menos nosotros no lo encontramos, pero resulta agradable pasear de noche por sus calles. Y, aunque el gran encanto de la ciudad sea el shopping, Caldea no deja de ser un lugar maravilloso para visitar.
Caldea es frío, calor y descanso. Así nos lo definió una de las chicas que trabajaba allí. El otro día veía unas imágenes del balneario en invierno y estaba completamente lleno y masificado. En verano no había prácticamente nadie. No tenía el encanto de esa piscina de agua caliente al aire libre y rodeada de la nieve, pero podías entrar al baño turco sin tener que hacer una cola de dos horas y sin tener que quedarte pegado al sudor de tu compañero de al lado.
Ahora que pienso como una mami creo que Andorra es una buena opción para visitar con niños. Las estaciones de esquí se llenan de actividades para ellos: tirolina, paseos en bicicleta, senderismo, hinchables, gincanas... La naturaleza te ofrece la posibilidad de hacer excursiones en las que observar animales, plantas, ríos. La ciudad te ofrece la opción de las compras y el relax. ¿Qué más se puede pedir?
Supongo que información sobre el Principado, aquí tenéis un enlace con su oficina de turismo.

lunes, 18 de enero de 2010

Y el 7 de noviembre nació Fran

Cuatro días después de la fecha fijada por el ginecólogo, nació Fran. Y salió al mundo empujado y obligado, porque él no consideraba que hubiese llegado su momento.
Yo nací a los 8 meses de gestación, mi hermana se adelantó 2 semanas, mi madre y mis tíos también nacieron antes de la fecha que les correspondía; así que la abuela de la criatura se empeñó en que yo heredaría de su familia los partos rápidos y antes de la fecha de término. Tanto lo repitió que yo me lo creí, de modo que desde la primera visita a monitores, tres semanas antes del 7 de noviembre, cada vez que íbamos al hospital cargábamos en el maletero la bolsa con la ropita del niño, la mochila con mis cosas y el kit de extracción de células madre del cordón umbilical. Sin embargo, hay que decir que el ginecólogo siempre se conchondeó -literalmente- de mí cada vez que le decía que yo creía que nacería antes de la fecha. Así que allá íbamos los dos, ilusionados, espectantes, entudiasmados, pensando que nos quedaríamos allí porque yo tendría contracciones (aunque no las notase) y 2 ó 3 centímetros de dilatación. Ilusos.
La última visita a monitores la hicimos el 4 de noviembre. Viendo lo verde lechuga que yo estaba, el ginecólogo decidió esperar una semana más, nos citó para el día 11, si el niño no nacía antes, nacería ese día. En la puerta del hospital nos despedimos:
- Bueno, pareja, hasta el miércoles 11.
- ¿Quién sabe? Quizás nos veamos antes. Puedo ponerme antes de parto...
- Lo dudo mucho, pero ¿quién sabe?
Y mi chico, la bolsa del niño, la mochila de mis cosas, el kit de extracción y yo, nos volvimos a casa dejando nuestro gozo en un pozo.
Tengo que decir que desde la primera visita al ginecólogo congeniamos muy bien. Es un chico de mi edad (cosa que al principio da un poco de corte) un poquito friki. Dos tercios de los 45 ó 60 minutos que habitualmente duraban las visitas a su consulta los pasábamos hablando de cosas totalmente ajenas al embarazo: coches, ordenadores, educación, política, sus hijos, su mujer...
El 6 de noviembre decidí dar un paseo por la tarde, y mi bombo y yo fuimos a casa de mis padres. La verdad es que ya estaba hasta las mismas narices de esa barrigota y de los dolorcitos que me daban cada vez que me ponía a andar. Llegué a las siete de la tarde y encontré a mis padres viendo la tele. Me llamó por teléfono una amiga medio bruja que tengo y tocaron al timbre; eran mi tía Paquita , mi abuelo y mi prima Paloma. Bueno, pues justo en ese momento, en la entrada de mi casa, con el teléfono en la oreja y toda mi familia alrededor, rompí aguas (cuál película española de los 70). Y comenzó la locura_
Todas las mujeres de la casa decidieron que tenían que entrar conmigo al baño. Allí estaba yo sentada en la taza del water rodeada de mi madre, mi tía y mi prima completamente nerviosas. Yo no tenía ningún dolor y tampoco, inexplicablemente, ningunos nervios. Mi madre decidió que el pantalón del pijama, que llevaba con las botas, quedaba fantástico y, mientras tanto, mi padre avisaba por teléfono a mi chico que no daba crédito a lo que le estaban contando. Lo esperamos, metimos al coche la bolsa, la mochila, el kit y a mi madre y nos fuimos al hospital. Allá íbamos la familia Potato (lo que no nos pasa ahora, nos pasará en un rato), hablando por teléfono con el ginecólogo que dejó claro que, tal y como me había visto dos días antes y ante la ausencia de dolores, yo no estaba de parto.
Nos atendió una matrona que, tras examinarme y echarle la bronca a mi madre por quererse quedar a pasar la noche en el hospital, llamó al ginecólogo para decirle que no tenía ni un solo centímetro de dilatación y ni una contracción. De modo que decidieron dejarme toda la noche ingresada, con un goteo de antibiótico para evitar infecciones, para ver si me ponía de parto de forma natural.
La noche fue horrible: mi madre y mi chico estuvieron discutiendo durante más de una hora quién dormía en la cama y quién lo hacía en el sillón; mi madre no paró de roncar en toda la noche, Fran (padre) no paró de moverse en el ruidoso sillón de escai y yo no paré de hacer excursiones al aseo porque ese antibiótico me hacía sentir como si mi estómago estuviese en un parque de atracciones.
Por la mañana llegó el ginecólogo: un centímetro y medio de dilatación. Nada. Estuvimos hablando de las opciones posibles: un inducción o una cesárea. No se podía esperar más, ya llevaba muchas horas con la bolsa rota. Lo normal hubiera sido escoger una inducción, pero yo tengo una miopía muy alta. Las personas con altas miopías suelen tener lesiones en la retina y el esfuerzo de los pujos puede llevar consigo un desprendimiento de retina. Yo había consultado a mi oftalmólogo y me había dicho que tengo una retina perfecta, pero el ginecólogo consideraba que, para evitar cualquier tipo de riesgo, mi parto debía ser un parto con poco esfuerzo, un parto natural al que llegase descansadita y en el que bastase con dos empujones fuertes, un parto en el que cabía la posibilidad de utilizar palas. Provocar el parto habría hecho que éste llegase, como mínimo en 10 horas, y a mi ginecólogo no le pareció lo más conveniente: estaría muy agotada cuando llegase el momento y, además, ya eran demasiadas horas con la bolsa rota, lo que aumentaba el riesgo de infección. De modo que cesárea.
Enseguida llegó Fran, yo lo vi pequeñito y gordito, aunque todos me decían que era un bebé muy grande. Pesó tres quilos y medio. Salió llorando y estuvo llorando durante más de media hora. A él lo subieron primero a la habitación. Lo esperaban todos y el muchacho llegó llorando sin parar. Estuvo gritando hasta que yo llegué y oyó mi voz (esto lo cuento con mucho orgullo).
Todo fue muy bien, pero me faltó un trámite. Me faltó un paso. Me faltó parir. Ahora cuento esto y ya no lloro, pero durante las primeras semanas era algo que no paraba de rondarme la cabeza y el corazón. Siempre supe que existían muchas posibilidades de que Fran naciera por cesárea y, aunque cuando pensaba en contracciones prefería la cesárea al parto, todos hicimos lo posible para que fuera un parto natural. Para mí fue todo muy raro. Yo estaba tumbada y tan solo veía una sábana verde (y dando gracias, si el ginecólogo no me hubiera dejado entrar con gafas, no hubiera visto ni eso), escuchaba como hablaban entre ellos, gastaban bromas... Notaba los empujones que me daban en las costillas. De vez en cuando miraba un reloj que tenía a mi izquierda o la pared gris de mi derecha. Yo creía estar consciente de todo y con un control absoluto de mi cabeza y mis emociones, pero no era así. Cuando me mostraron a Fran no fui capaz de emocionarme, no fue un momento especial. Me perdí la alegría de que me lo pusiesen en el pecho. Me perdí la emoción en la cara de mi marido al ver por primera vez a su hijo. Me perdí la recompensa al esfuerzo ilusionado de estar trayendo al mundo a un hijo. Me perdí el parto.
La emoción por ser madre de una cosita tan preciosa llegó después. Ya en la habitación y pasado un tiempo (no sabría decir cuánto, pero no demasiado) dejaron a Fran en mis brazos, entonces le di el pecho por primera vez. En ese momento sentí que ese ser tan pequeñito y fragil era mi hijo. Recuerdo que miré a mi marido sin decir una palabra y que, en ese momento, decidí que quería dar pecho a mi hijo. Ese contacto fue el que acabó sustituyendo al trámite que la naturaleza puso y yo me salté. Ahora, dos meses y pico después, sigo amamantando a mi hijo, y cada vez que lo hago lo siento como algo mío. Reafirmo el sentimiento de que es fruto del amor y del deseo de estar juntos y formar una familia de su padre y mío.

Bueno, me seco la lagrimilla y paro aquí. Supongo que para las mujeres lo de contar su parto es como para los hombres narrar sus batallitas de la mili.